Eduardo Gudynas
ALAI AMLATINA, 04/11/2008, Montevideo.- La actual debacle económica global ha puesto en serio cuestionamiento las ideas convencionales sobre el mercado. Su ampliación abusiva, la creación de nuevos instrumentos financieros, y la ausencia de regulaciones amparando la especulación, han llegado a su propio límite.
Pero un aspecto que está pasando desapercibido es que este colapso de las ideas convencionales también tiene una dimensión ambiental, la que debería ser abordada cuanto antes. Las posturas ortodoxas que crearon los instrumentos derivados y los mercados a futuro, han sido las mismas que promovieron la ampliación del concepto de mercadería hasta incluir a la Naturaleza bajo la forma de los llamados “bienes y servicios ambientales”. Surgió el rótulo “capital natural” y proliferaron los métodos para calcular el precio de las plantas, los animales, y hasta de los ciclos ecológicos.
La Naturaleza, ahora dividida en partes, no sólo debía estar revestida de precios sino que también debía contar con dueños, y por lo tanto se ampliaron los regímenes de derechos de propiedad. De esta manera se cerró un círculo de que permitió acorralar a la Naturaleza en el mercado.
La consecuencia fue la desaparición de las políticas ambientales como políticas, para ser suplantadas por una gestión ecológica orientada por los análisis de costos y beneficios económicos. Se crearon nichos “verdes” en los mercados y se inventaron instrumentos financieros ambientales. El ejemplo más reciente es el mercado para “créditos” de carbono como instrumentos de lucha contra el calentamiento global. Se aseguraba a las empresas un incentivo económico para que no contaminaran, sin poner bajo cuestión la esencia de sus procesos productivos y sus impactos. En ese mercado, los países del sur terminaban reforzando su papel subordinado al aceptar el dinero de esos créditos de carbono, compiten entre ellos en su precio y nada asegura su efectividad ecológica.
Las posturas reduccionistas también se aprovecharon de la buena intención de muchos ambientalistas que insistían en reconocer la contribución económica de la Naturaleza. Se recordaba, por ejemplo, que los aportes económicos de la agricultura dependían de proteger la fertilidad del suelo y la disponibilidad de agua. Pero en lugar de comprender esa interdependencia, se buscó generar nuevos mercados, privatizándose el agua o asignándose derechos de riego que podían ser comprados o vendidos.
A la par que aumentaba la burbuja financiera en Wall Street, desde donde se comercializaban sin controles los contratos financieros, conocidos como instrumentos derivados, se consolidaba la invasión de esos razonamientos en el campo ambiental. En 2002, en la Cumbre de Johannesburgo sobre desarrollo sostenible, se terminó legitimando las ideas de los bienes y servicios ambientales en el mercado. Los países latinoamericanos apoyaron esa perspectiva. Rápidamente proliferaron todo tipo de estudios de valoración económica, se crearon los mercados para comercializar permisos de contaminación, y se experimentaron instrumentos económicos verdes.
Es bajo ese contexto que explotó la crisis financiera en octubre de 2008. Hoy todos sabemos que esos instrumentos que trasladaban riesgos y deudas se desplomaron. Pero al mismo tiempo la propia capacidad de calcular el valor económico se resquebrajó. En este momento hay una gran volatilidad y desconcierto en saber cuánto valen las cosas. Por ejemplo, las acciones del gigante transnacional General Motors pasaron de casi US$ 40 hace un año atrás, a poco menos de cinco dólares en estos días. Frente a esta incertidumbre en las valuaciones del capital en sus expresiones tradicionales, es legítimo preguntarse qué puede esperarse de los intentos de ponerle un precio al capital natural.
En efecto, desde hace mucho tiempo se ha advertido sobre las enormes incertidumbres y la gran diversidad de resultados en la valoración económica. Esas voces quedaron enmudecidas detrás del coro de los defensores del mercado, pero la crisis actual obliga a tomarlas en serio.
La valuación económica convencional también se acopla con las metodologías clásicas de costo y beneficio, y por lo tanto la gestión ambiental queda atrapada en los objetivos de rentabilidad, que se imponen sobre las metas de conservación. De esta manera la “política” ambiental se reduce en una “gestión” ajustada a criterios de beneficio y utilidad en manos de los privados.
Esa corriente desembocó también en posturas fatalistas. Un ejemplo son las propuestas de Conservation International para la Amazonia que consideran inevitable la pérdida de los bosques tropicales, renunciando a un desarrollo armonioso y balanceado con el ambiente, y por lo tanto su única alternativa sería vender bienes y servicios ambientales en los mercados globales para obtener el financiamiento necesario para asegurar una red de áreas protegidas. Hay una tensión constante en este tipo de propuestas ya que dependían en colectar algunos excedentes en el mercado global, mutando la esencia de las medidas de conservación en instrumentos de mercado capaces de atraer esos inversores y asegurando una rentabilidad.
La crisis actual también ha dejado en entredicho todas estas posturas. Por un lado, el desplome del capital disponible y las restricciones al crédito que se vivirán en el futuro inmediato limitarán seriamente los fondos disponibles para los mercados ambientales paralelos. En otras palabras: las grandes empresas apenas tienen fondos disponibles, y por lo tanto no habría que hacerse muchas ilusiones en que lo dedicarán a la caridad social o el marketing verde. Pero por otro lado, este fenómeno también contribuye a poner en entredicho los fundamentos ideológicos que redujeron la Naturaleza a mercancías, y la política a una gestión ensimismada con lo económico.
Las nuevas circunstancias que se están generando a escala global deben ser aprovechadas para salir del reduccionismo del gerenciamiento y volver al campo de una política ambiental. Esto implica reconocer que la temática ambiental depende sobre todo de una construcción política, y en particular debe ser una política pública. Esto no implica anular la gestión, sino que se la debe volver a poner bajo un proceso de decisiones políticas. En otras palabras, el mercado debe estar bajo regulación social.
Alan Greenspan, el “oráculo” de Wall Street, mientras fue presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, rechazaba cualquier tipo de control, sosteniendo que los “riesgos en los mercados financieros, incluidos los mercados de los derivados, los están regulando las partes privadas”. En pleno apogeo de la crisis debió admitir que al menos estuvo "parcialmente" equivocado cuando apostó por la desregulación.
Por lo tanto es necesario implantar una regulación social que debe ser construida como una política. Bajo esta perspectiva, la política ambiental se asemejaría, por ejemplo, a lo que se espera en el terreno de la educación o la salud pública. No se puede generar una política ambiental dependiente de la rentabilidad de cada emprendimiento, sino que se la construye en atención a metas y compromisos sociales compartidos y que deben ser cumplidos independientemente de su costo. Esos objetivos no están en generar beneficios económicos sino en asegurar la calidad del entorno y la conservación de la biodiversidad.
Por lo tanto, la actual crisis debe ser entendida como una oportunidad para recuperar esta discusión y avanzar al fortalecimiento de esa dimensión política del debate ecológico en América Latina.
- Eduardo Gudynas es investigador en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad – América Latina), en Montevideo (Uruguay).
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